domingo, 24 de febrero de 2008

De cómo Saoirse vio a Alan por primera vez

La vio escondida tras unos arbustos. Vio cómo los soldados se le acercaban, la rodeaban. Quiso avisarla, pero no le salió la voz. Por fortuna, ella consiguió descubrir a sus perseguidores a tiempo, y Saoirse vio cómo corría bosque a través. Los jinetes estaban a punto de darle alcance. Parecía que las piernas de la muchacha no le respondían. Uno de los soldados estiró la mano y trató de agarrarla. Saoirse se oyó a sí misma luchando por emitir un sonido, por débil que fuera, tratando de avisar a la chica que corría, de ayudarla…

La despertó el ruido de la pequeña ciudad despertando tras su letargo nocturno. Las voces de los mercaderes por la ventana abierta, el ganado moviéndose de un sitio a otro, los gallos de pelea en algún lugar perdido entre el clamor de las risas matutinas y los primeros olores del día.

Se dio cuenta de que se había quedado dormida en la butaca del cuarto de su abuela, mientras aguardaba a que ésta se durmiera. Se desperezó como buenamente pudo tras un sueño agitado en el que veía correr sin cesar a una chica desconocida, esforzándose sin éxito en ayudarla. El sueño se había repetido varias noches consecutivas, pero seguía sin saber qué podía significar.

Se levantó, acodándose en la ventana abierta y respirando los aromas de la pequeña ciudad. El del jabón, proveniente de las primeras lavanderas que se acercaban no bien había amanecido a lavar al río; el de las especias del mercado, del puesto que había justo debajo de su casa; un olor agrio que identificó como el rastro de las ovejas, que eran cambiadas de pasto a primeras horas de la mañana; el olor crepitante del fuego de la herrería cercana… cerró la ventana y, tras dejarle un beso de polvos mágicos a la abuela en la frente, dormida como estaba, bajó alegre las escaleras de la vieja casa.

Desayunó abajo, en el mesón, antes de emprender lo que sería una larguísima jornada de trabajo. Tom, el hijo de la cocinera y su mejor amigo desde la niñez, le guiñó un ojo al pasar frente a su mesa, mientras servía a dos clientes extranjeros, y deslizó una nota en su bolsillo al regresar de camino a la cocina. “A las cinco en el sauce. ¡Sé puntual!”. Saoirse le devolvió el guiño, guardó la nota de nuevo en el bolsillo de la falda y salió de la posada.

Recorrió calles tortuosas, atestadas de gente ya a esas tempranas horas, de pequeños ladronzuelos que buscaban momentos propicios para meter la mano en algún bolsillo descuidado, de extranjeros que se confundían con la multitud y de trileros y adivinos que ofrecían el destino al alcance de los mortales por una moneda de oro. Tras un trecho andando y recovequeando, llegó por fin a la botica. El boticario la saludó, y ella correspondió cortésmente. Intercambiaron sentires durante algunos minutos, hablaron de la abuela de ella y de los muchos extranjeros que se veían en esa época por la ciudad. No es que fuera una villa hostil, pero los conciudadanos no eran dados a establecer lazos demasiado estrechos con los viajeros de paso. No estaba en su carácter, a pesar de ser un pueblo hospitalario y amable. El boticario comentó de pasada el arresto de un montaraz fugitivo hacía dos días, suspirando entre dientes ante la incompetencia de las autoridades y mascullando algo sobre los asaltacaminos y demás amigos de lo ajeno.

Saoirse recogió la medicina para su abuela y se adentró de nuevo en las populosas calles, mezclándose entre un grupo de saltimbanquis que dirigían sus acrobacias y juegos de magia hacia la Plaza Mayor de la villa. Cuando llegó, la posada estaba tranquila, ya no había nadie en el comedor y la cocinera canturreaba en la despensa, desde donde llegaban mil y un olores en sinfonía desordenada.

Subió y encontró a la abuela despierta, contemplando el exterior de la ventana desde la cama. Vio un libro en su regazo, y supuso que Tom o su madre habrían estado leyéndole un rato, ya que la anciana apenas distinguía los caracteres impresos. La saludó con una sonrisa y otro beso de polvos mágicos en la frente, le preparó la medicina y se sentó junto a ella. Aglaia la miró beatíficamente desde sus ojos de miel, sus labios arrugados curvándose en una apagada sonrisa y abriéndose para dejar paso a las palabras:
- ¿Sabes qué día es hoy?
Saoirse le cogió la mano y la apretó fuerte entre las suyas.
- Claro, abuela. Hoy es nuestro cumpleaños, el de las dos- y sonrió al decir:- Yo un poco más vieja, tú un poco más sabia.
- Tu madre solía decir lo mismo… cómo te pareces a ella. Acércate.
La muchacha se acercó a la anciana, y al hacerlo resbaló de su cuello un gran medallón con un artilugio de manecillas doradas y piedras relucientes. Aglaia Dinard lo tomó entre sus manos y lo acarició con cariño.
- Verás, Saoirse… nunca antes te lo había dicho, pero este medallón esconde un gran poder. Esta noche cumples 18 años, lo que activará su magia, pero debes averiguar por ti misma cómo y para qué funciona. Así ha sido durante generaciones, y en cada caso es diferente. Tu madre hubiera estado muy orgullosa de ti, cariño. Pase lo que pase, no debes olvidar nunca de dónde vienes y quién eres. Tienes un poder extraordinario, que lamentablemente mis cansados ojos no llegarán a ver, pero prométeme que lo usarás siempre para ayudar a quien lo necesite. Y llévalo siempre contigo. No lo vendas ni lo regales, aunque te ofrezcan todo el oro del mundo. Prométeselo a tu abuela enferma, Saoirse.
- Abuela, no digas eso. ¡Aún te queda mucho por ver! Pero… te prometo que sólo lo usaré para buenas causas, sea lo que sea el medallón, y sirva para lo que sirva. Y lo llevaré siempre conmigo. Tienes mi palabra, abuela.

Selló el pacto con un abrazo y el acostumbrado beso de polvos mágicos, y se retiró a la planta inferior. Almorzó deprisa en una esquina del comedor, se puso la capa alrededor de los hombros y emprendió la marcha hacia el sauce, donde había quedado con Tom. Aún quedaban horas, pero le gustaba ir a aquel sitio y reflexionar y escribir en soledad.

Mientras recorría las estrechas callejuelas rumbo a la puerta sur de la muralla, pensando aún en la misteriosa revelación de su abuela, entrevió un ropaje exótico que le evocaba algo que había visto antes. La chica de la ropa extraña se giró de improviso, y Saoirse vio su rostro por unos instantes. ¡Era la chica de su sueño! Tras el susto, se apresuró a seguir su rastro por entre la multitud del mediodía. La perdió y la reencontró varias veces, hasta que la perdió definitivamente. Miró en derredor, desolada y exhausta, y tiró por una calle desierta. Al doblar la esquina, se encontró con una escena inesperada.

La chica extranjera parecía disponerse a robar un caballo que estaba allí atado… pero alguien había tenido la misma idea. Saoirse se escondió y observó la escena desde detrás de unos barriles, desde donde no pudiera ser descubierta
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jueves, 21 de febrero de 2008

De cómo Alan llegó al pueblo

Era imposible que la hubieran encontrado, pero allí estaban. Le invadió el pánico y se quedó paralizada. Entonces, la vieron. Echó a correr, y sus perseguidores fueron detrás.
Ya los tenía muy cerca; debía correr más, pero sus piernas no respondían.¿Qué le pasaba? Sintió una mano que la agarraba y...

Alan se despertó sobresaltada. Se dio cuenta de que sólo había sido una pesadilla e intentó tranquilizarse. Habían pasado dos años desde la huída sin que pasara nada, pero todavía temía que dieran con ella..
Apartó sus temores, y como el alba estaba cerca, decidió continuar el camino. Silbó, y Horus apareció de entre las ramas de los árboles. Cogió la bolsa y se puso en marcha.
Tenía que llegar ese mismo día a la ciudad de Enester, y le quedaban por delante unas cuantas horas de camino todavía. Maldijo a los últimos asaltadores con los que se topó, pues por su culpa se había quedado sin caballo, y ahora tardaría más.

Llevaba andado no mucho, cuando oyó a lo lejos un carro acercarse. Cuando estuvo cerca, vio que era una caravana de mercaderes. Decidió parar al último de ellos y preguntarle si la podía llevar, pues por ese camino, la única ruta era la de hacia Enester. El mercader no estaba muy convencido, pero en cuanto Alan sacó una generosa cantidad de dinero, accedió gustoso. El carro llevaba pollos, así que no era muy agradable, pero por lo menos llegaría antes. Llevaba unos días sin dormir apenas, porque en la montaña, con salteadores acechando, tenía que estar en guardia en todo momento; así que a pesar de los tumbos del carro y del olor de los pollos, consiguió dormirse.
Cuando despertó, ya estaban llegando a la ciudad. Una vez dentro, dio las gracias al mercader, y se bajó. Tener un halcón por compañía no era muy normal, así que como tenía que pasar desapercibida, soltó a Horus, que permanecería fuera hasta que ella saliera.

Enester era una ciudad grande y por el nombre de la taberna que la habían dado, no sería de fácil localización. En la plaza, vio a unos niños. Llamó a uno de ellos, le mostró una moneda y se la prometió si la conducía a la taberna. El niño la llevó por una serie de calles, a cada cual más tortuosa, y al final llegaron. Alan cumplió su palabra, y el niño se marchó corriendo.
El sitio en cuestión era un antro, lleno de gente muy pintoresca. Mientras llegaba su contacto, llamó al tabernero y le pidió algo para comer. Éste le trajo un cuenco de lentejas aguadas. Alan sonrió. Alania no se las hubiera comido por nada del mundo, pero Alan ya estaba acostumbrada; mejor eso que el estómago vacío. Justo cuando acababa, llegó el chico y le dio algo envuelto en un trapo. Alan lo cogió y miró a ver si era lo que buscaba. Lo era, así que pagó al chico, que se fue enseguida. Poco después, ella también salió del lugar. “Ahora sólo queda esperar al amanecer”, pensó.
Al día siguiente, antes de que el sol saliera, se dirigió a las puertas de la ciudad. Pero por el camino, un hombre la empujó hacia un callejón e intentó matarla. Alan lo reconoció: era uno de los hombres del que la había contratado para ese trabajo.
Consiguió librarse de él, y se dirigió a la plaza rápido. Allí vio a más de estos hombres. Parecía que el Señor T.(pues era así como se dio a conocer), al contrario de lo que dijo, quería el objeto a toda costa y no dejar pistas de que él lo tenía. Así que o escapaba, o la mataban.
En ese momento apareció el hombre del callejón y se reunió con lo otros, que se empezaron a movilizar para dar con ella. Tenía que salir de la ciudad ya. Se hizo con un caballo y salió a toda prisa, con Horus siguiéndola.

Cabalgó varios días de un lado a otro, y al final, para no dejar rastro, decidió dejar el caballo en un pequeño pueblo por el que pasó. A partir de ahí, fue andando.
Después de varios días caminando por prados, llegó a una población rodeada de bosques frondosos, y decidió esconderse allí.
Cuando se acercaba, pensando que podría descansar un poco. Vio a los hombres del Señor T. Lamentó haberse deshecho del caballo, pues ahora lo necesitaba. “En el pueblo tiene que haber alguno por narices”, se dijo, así que silvó a Horus, que permaneció alerta.
Llevaba dando vueltas un rato, cada vez más nerviosa, cuando de repente vio uno atado a la entrada de un edificio. Se acercó corriendo y cuando estuvo junto a él, se dio cuenta de que no era la única con la intención de llevarse el animal...

jueves, 14 de febrero de 2008

Murciélagos, ratas, arañas, criadero de babosas mutantes...

Por fin he conseguido entrar, y bueno, aquí ha salido de todo...Madre mía qué abandono...
Pero, ¿que pasa lechones? Tanta vara con lo de la historia, y ahí se quedó todo... Así que haced el favor, que estamos de "vacaciones" y poned a trabajar un poco las neuronas, que nunca viene mal.
Pues eso. Que nos vemos. Besos y achuchones. ;)