jueves, 10 de enero de 2008

Sonata para piano número 8

6/01/08
Es curioso a veces cómo una simple melodía puede hacerte ver de otra manera a una persona. Acabo de encontrar en la estantería una de mis canciones favoritas, la sonata número 8 para piano de Beethoven, conocida como la Patética, y escribo mientras la escucho. Esta parte, el adagio cantabile (mi favorito), es el que me recuerda a aquel profesor de música del instituto que cambió totalmente a mis ojos de un día para otro.
Siempre le había visto como una persona amargada, que no disfrutaba con lo que hacía, un marginado entre los profesores, un maniático y un antipático. Pero entonces ocurrió, un 11 de marzo, lo que todos sabemos. Aquel día fui al instituto con el corazón encogido, tres clases insoportables y por fin me marché, no pude aguantar más. La última clase antes del recreo; Música. La gente se había marchado, siempre aprovechan lo que sea para no ir. Nos quedamos apenas tres personas, ya no lo recuerdo, pero sé que aquel día me impactó la cara de mi profesor, aquel gesto tenso, de dolor, más parco que de costumbre. Suspiró una o dos veces. Nos miró y nos dejó ir, la única vez en su vida que no ha dado una clase. Casi me ablandé, me dio una lástima tremenda no poder decirle nada, tanta era la distancia que tenía con sus alumnos.
En el recreo organicé, organizamos, una especie de manifestación, una sentada pacífica frente al ayuntamiento reclamando información, asustada por lo que había pasado, por las noticias que llegaban con cuentagotas, por el número de muertos, que subía y subía. Así que allí nos pasamos el día, seis personas sentadas, turnándonos para encender velas, esparcir las flores que la gente nos dejaba y acercarnos a la agencia de noticias desde donde nos mantenían al corriente de lo que pasaba. Vino la televisión a entrevistarnos, por la noche incluso se acercó el presidente de la comunidad para la concentración convocada a las 8, nos dio las gracias por lo que habíamos hecho y nos abrazó una por una, a todas las que habíamos aguantado allí el día entero, a pesar del frío. Esa noche salimos en directo en el telediario nacional (acontecimiento realmente histórico, ya que mi ciudad raras veces sale), todos allí unidos en contra de algo, la verdad es que fue algo difícil de explicar, elcómo la gente se volcó con nosotras, el sentimiento compartido de aquel día.
Al día siguiente los profesores se mostraron de lo más amable… y llegó Música. Nos sentamos, como siempre, por orden de lista (algo que he odiado toda mi vida, ya que Zanahoria empieza por Z), en silencio, sin decir una palabra o gastarle las acostumbradas bromas. Aquel día estaba diferente. Pensé que tenía los ojos hinchados, pero quizá fuera sugestión, ya no puedo estar segura. Nos dio las fotocopias y puso el CD. Pero antes, hizo lo que nunca antes había hecho. Se dirigió a nosotros, y recuerdo casi palabra por palabra lo que dijo:
- Muchas veces los niños son capaces de percibir en la música sentimientos que un adulto ya no percibe, porque es incapaz de escuchar. Esta sonata la compuso Beethoven con la intención de mostrar cuán horrible es la guerra y la muerte de personas inocentes. La apodaron la Patética por la melodía tan característica, por ese dolor inexpresable que se encierra en ella. Me gustaría que reflexionéis en lo que ha ocurrido ayer… Sólo quiero que escuchéis como escucharía un niño. Quizá algunos sí lleguéis a sentir el dolor de esta melodía.
Y la música sonó, una melodía triste, maravillosa, dura, difícil de contener. Por una vez me dejé llevar, dejé de pensar que estaba en clase de Música y escuché como lo haría un niño. Lo escuché, escuché el eco del dolor, la tristeza, la guerra, la muerte, hasta que se me hizo un nudo en la garganta tal que acabé teniendo que disimular con todas mis fuerzas las lágrimas. Aquella vez me miró, y también vi en sus ojos la música que sonaba, el dolor contenido que pugnaba por salir. Quién sabe si habría perdido a alguien, o quizá todos habíamos perdido a alguien y a nadie al mismo tiempo en aquellos trenes. Pero fui capaz de ver más allá, por primera vez había un atisbo de su verdadero “yo”, y asustaba. Asustaba pensar que justo en ese momento mostrara una parte de sí mismo tan diferente a la que habíamos visto siempre. Fue aquella vez que me miró que dejé de tener miedo a mirar a los ojos a la gente, y comprendí todo lo que a veces se esconde tras una mirada.
Sin embargo, después de aquello nunca volvió a mostrarse como ese día. Quiero pensar que al menos sirvió para que yo (y más gente) aprendiera a no prejuzgar a la gente ni a hacer juicios de valor sobre una persona a la quizá no conoces realmente. He vuelto a verle alguna vez, cuando en diciembre fue la entrega de diplomas, y he comprobado que tiene la misma mirada esquiva que tuvo siempre, pero ahora la acompaña de una sonrisa más o menos inexperta. Pero me doy por satisfecha. Desde aquel día, y por mucho que se empeñe en volver a encerrarse en sí mismo, vi una parte de quién es en realidad, y eso me acompañará cada vez que escuche la sonata Patética.
Que, desde ese día, es una de mis favoritas.

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