jueves, 13 de diciembre de 2007

El repartidor de sonrisas

Hoy he vuelto a sentir que estaba en casa.

Hace dos años, mi vida era más o menos un caos. Mi casa estaba en ruinas, ajada de parte a parte y surcada de grietas anchas e inseguras, esperando que el Gobierno regional y la comunidad se pusieran de acuerdo para arreglarla… pero ésa es otra historia todavía más larga que no viene al caso. Así que yo entonces vivía de alquiler en una casa de la parroquia del colegio donde trabaja mi madre, en un piso pequeño, frío, a base de bombonas de butano y casi con velas, con unas paredes finas como papel de fumar y unas humedades del copón. Había empezado bachillerato, hacía el Internacional a la vez y el estrés era ya máximo, incluso a principio de curso, las prácticas de laboratorio empezaban ya a acumularse, los trabajos ocupaban ya demasiado lugar en mi cabeza y tenía ganas de dar marcha atrás y dejarme de internacionalidades. Estaba en tercero de la Escuela de Idiomas, al quinto pino a la derecha por decirlo así como finamente, todo en cuesta. Encima, mi clase en el sexto piso. Para variar. Acababa de comenzar en la coral Salvé de Laredo, tenía voluntariado en Cáritas y tenía que subir a mi hermano al conservatorio, ir a llevarlo y a recogerlo al colegio. Resumiendo… sí, mi vida era más o menos un caos.

Un lunes en mi vida hace dos años suponía levantarme a las 6.45, empezar las clases a las 7.45 y salir a las 14.20. A veces volvía a comer a casa, las más me quedaba a comer un bocadillo o una tortilla compartida en clase de los de ciencias, en el tercer piso, no me compensaba volver a casa. Clase de nuevo a las 15.10, Teoría del Conocimiento, Mates, Historia, salgo a las 18.00. Tengo una hora libre y subo a ver a mis niños, los del proyecto Anjana, todos con problemas educativos, económicos, sociales. Son marginados, viven en un mundo aparte, algunos retrasados, otros huérfanos, la mayoría de aquí, tres o cuatro inmigrantes, algún gitano, todos enormemente faltos de cariño. Reparto besos, golosinas, achucho a Saray y a Luis (mi novio secreto de siete años), le saco la lengua al colombiano, le guiño un ojo a mi princesa rubia y de ojos azules y me deshago en besos con Patricia, que tiene mi edad y un síndrome de algo. Me apena separarme de ellos. Tengo que llegar a clase a las 19.00, alemán hasta las 21.00, dos horas interminables. A las 20.30 empezaba el ensayo de la coral, siempre llego tres cuartos de hora tarde, subo una de las infernales cuestas de Santander hasta el colegio de las Mercedarias. Los tímpanos me estallan, las voces se me clavan en los oídos, hasta las diez y media. Salgo muerta, le revuelvo un poco el pelo a Cecilia, la hija de una compañera, bajo a casa con Raquel y Marina. Por detrás del ayuntamiento me despido de la última, llego a casa pasadas las once, ceno y no puedo más. Me quedo dormida al instante, el cansancio me puede, y es lunes. Imaginaos el resto de la semana. No me queda más remedio que levantarme los martes a las cinco de la mañana para hacer los deberes. Es mi muerte diaria.

Y esto día tras día. Así dos años, el último al menos en mi propia casa. Y no voy a empezar a quejarme (que luego Yirko me dice que siempre me estoy quejando), hay mucha gente que vive peor de lo que yo lo pasé. Pero aquello no era vida, era una sucesión de hechos, uno tras otro, de palabras, de minutos, de horas.

Lunes, miércoles y ocasionalmente viernes, días de alemán en la Escuela. Subo cargada de problemas, a veces estudiando, otras veces leyendo lo que no puedo leer en la cama (compartía habitación con mi hermano y era imposible tener la luz encendida más allá de las diez, cuando mi hermano se va a dormir), la mayoría de las veces casi dormida, pensando en lo asquerosa que es mi vida y en las ganas que tengo de desaparecer, o de matar a la profesora de Sistemas, o a la de Matemáticas, o a Manolo, o de tirar una bomba y matarlos a todos a la vez (a ver, Marisa, sin tomárselo en serio, son cosas que se dicen).

Entonces ocurría el milagro. Subo Cisneros y él baja. Es un hombre de unos cuarenta años, parece árabe, de tez morena, ojos esquivos y muy negros y una bufanda de colores. Nos cruzamos, me mira un instante, sonríe, se le ilumina la mirada y la cara y luego mira al suelo, me esquiva con los ojos. Es en ese momento cuando todos mis problemas desaparecen, sonrío, soy capaz de sonreír por un instante y siento que mi vida es perfecta. El sentimiento es inmenso, aguardo con ilusión al siguiente día de alemán para que me vuelva a sonreír, para volver a cruzarme con él y sentir que nada más importa y que puedo con todo.

Hoy tocaba compra grande. Venía cargada con cuatro bolsas, dos litros de leche, otro de zumo, miles de cosas. En el portal, lo típico. Me faltan manos para alcanzar las llaves, me cago hasta en San Pedro y estoy a punto de darle una patada a la barra de pan (que ya parece una salchicha en vez de pan) cuando veo a un chico dentro que corre y me abre la puerta. Me sonríe y lo veo. No es él, pero me recuerda a él. Éste es de piel muy, muy blanca, con gafas, no lleva bufanda de colores ni tiene mirada esquiva.
Pero, de alguna manera, es él.

Le doy las gracias cinco veces seguidas, se ríe viéndome lidiar con las cuatro o cinco bolsas en un solo dedo, voy a matar a alguien, pero el mismo sentimiento de perfección me invade, soy feliz, vuelvo a darle las gracias y me sonríe, me sonríe.

Hoy he vuelto a sentir que subía a la Escuela de Idiomas. Hoy me he sentido feliz. ¿No hablabais de felicidad? Quizá la felicidad sea solamente una sonrisa inesperada en un portal, o en una cuesta de camino a clase de alemán.

1 comentario:

Niah dijo...

so there q lindo....
m estoy empezando a cuestionar q es realmente la felicidad....
yo simpre e tomado al ser humano cm alguien q busca una felicidad material y luego ésta se va, es decir... el ser humano no podria alcanzar la felicidad...
xo = cm decis la felicidad son esas sonrisas, esos wenos momnts q pasas cn tu gnt...
empezare a conseguir cada dia un pedacito d ello....

;) bsssssssss