martes, 11 de diciembre de 2007

Hebba

(Advertencia: a pesar de que he intentado ser breve, el texto es largo. Sorry.)

Hay personas que pasan por tu vida sin dejar rastro, y otras que dejan una huella del todo imborrable. Hebba es de este tipo de personas que uno no olvida fácilmente. Parece ya cosa del pasado, pero no lo es. Me gusta pensar que ella me recuerda con el mismo cariño que yo, quizá nunca pueda saberlo, pero tampoco sé si quiero saberlo.

Hebba y yo nos conocimos un verano, hace ya diez veranos. Casi nada. Yo tenía ocho años, mi hermano dos recién cumplidos, y ella, diez. Escribí sobre ella una historia corta hará algún tiempo, un patchwork de momentos felices y tristes que vivimos ese verano, ese verano interminable, pero la historia se me quedó en Santander, así que intentaré resumirla en dos o tres anécdotas de muchas.

Ante todo, ella. Hebba es, era, una niña delgada, de color café oscuro, no demasiado alta para su edad (apenas me sacaba unos centímetros y dos años), con unos rizos preciosos y unos ojos inolvidables que me hicieron escribir otra historia sólo para ellos, para esos ojos grandes, oscuros y profundos que no se me van de la cabeza a pesar de los años.

Su nombre, Hebba, significa “cariño” en árabe, un nombre que le sentaba a la perfección. Hebba vivía, vive, en un campamento de refugiados al sur de Argelia, justo en la frontera con Marruecos, en mitad del desierto. Hebba tenía diez hermanos, tres cabras y un futuro negro, un futuro que desgraciadamente es ahora presente.

La vi por primera vez en la Plaza de las Farolas de Santander (una plaza que el terrorismo reventó y que ya nunca será lo que era), en medio de un montón de niños asustados, todos árabes y morenos, sucios, llorosos y que no comprendían nada del mundo que los rodeaba. Hebba estaba quieta, con las manos enlazadas y una camiseta demasiado pequeña y de un color indefinido tras la mugre. El señor gordo del bigote, parece que aún puedo verle, la empujó hacia nosotros, nuestra niña no había venido y nos quedábamos con aquélla en su lugar. Hebba me miró, nos miró uno por uno, parecía que se iba a echar a llorar, mi hermano y yo la cogimos cada uno de una mano y le echamos un sonrisón triste, nervioso, inseguro. No reaccionó.

Salimos de la plaza, vio los coches, se maravilló, sus grandes ojos querían verlo todo. Salimos al paseo marítimo y se extasió. Agua, agua, agua. Hacía sol y viento, típico de Santander, y las olas se arbolaban en la bahía. Hebba parecía en éxtasis.

Llegamos a casa. Era la hora de comer. Entramos los tres en el baño, mi hermano, Hebba y yo, y abrí el grifo para lavarme las manos. Hebba saltó. ¡Salía agua! Aquello era una maravilla, un sueño, ¿quién podía pensar que girando la manilla iba a salir agua? Sus ojos destilaban felicidad. Recuerdo que me hizo cerrar el grifo y volver a abrirlo, así diez minutos, ensimismada. Y nos obligó a lavarnos las manos con un hilo de agua, para que no se malgastara. En el campamento, les llevaban el agua en camiones, y con dos baldes subsistía toda su familia durante una semana.
Doce personas y tres cabras.

Llegó el día en que fuimos a la playa. Qué fue aquello, madre mía. Hebba parecía una niña con zapatos nuevos. Agua, agua, agua. Chapoteaba, se tiraba, nada le daba miedo. Yo me reía sin parar desde las rocas, era un espectáculo verla tan feliz. Y después fue casi imposible sacarla de allí, mi madre se moría de risa. Yo chillando y chillando “¡Pero Hebba! ¡Que nos tenemos que ir!”, y ella riendo y chapoteando, y mi madre, partida, diciendo, “¡Que venimos mañana también, Hebba! ¡Que no se van a llevar el agua!”. Al final se fue, pero mirando hacia atrás siempre, recelosa de que todo aquel agua se escondiera en algún sitio en cuanto ella se diera la vuelta.

¿Así que hablamos de agua? No puedo evitar emocionarme cuando me acuerdo de Hebba, de mi Hebba, de esa hermana árabe que tengo de ojos oscuros e interminables, que de niña lloraba con el agua y que tantas cosas sobre la vida me enseñó. Desde que tengo ocho años no he vuelto a abrir de más el grifo, lo hago siempre todo con un hilo de agua, y nunca desperdicio agua si puedo evitarlo. Son manías que a una le quedan de esos años. El agua es un bien que no todos pueden disfrutar, y es una de las cosas que más rabia me dan del mundo, siempre igual, unos tanto y otros tan poco. Gente que muere de sed, de hambre, cuando yo no tengo más que abrir el grifo o la nevera.

Me siento culpable de tener la suerte que tengo. Hebba quizá no se acuerde de mí, tiene ahora veinte años, estará casada con algún indecente y tendrá ya tres hijos… pero quiero pensar que no, que se acuerda de mí, del agua, de todo lo que vivimos juntas aquel verano. Uno de mis muchos sueños es encontrarla algún día. En algún lugar entre Marruecos y Argelia. Al sur, muy al sur.

3 comentarios:

Tesse dijo...

Si, es un texto largo, pero no se hace. Jo...Qué bonito...:)
Seguramente se acuerda de tí, seguro que una experiencia tan bonita como esa no lo olvidará en la vida.. La amabilidad y el cariño que le dan a uno no se olvida en la vida, y menos esta gente de países pobres.. Son muy agradecidos.
No os riais, pero mientras escribo esto, sigo llorando..
Un besin :)

Tesse dijo...

Ah, que se me olvidaba.
Esta familia tenía quesubsistir con dos baldes de agua toda una semana, y yo el otro día me "escandalizaba" porque uno decía que con dos litros de agua nos podíamos duchar...
Historias como estas hacen que veas la vida de otra manera..Debería de servir de ejemplo para muchos.

Niah dijo...

No creo q se la haya olvidao lo q paso entoncés, ya q se dice q los wenos momntos cn un significado especial duran, asiq seguramente que en algún momnto se acuerde de tí.

la verdad esq tene razón la Comtesse, no se hace larga xa nada la historia, es mu linda... yo tb m e emocionado, es dificil no emocionarse y q la conciencia no empiece cn su tortura, no??

;) bsssssssss